Personas Psicológicamente Inmaduras: Cómo Identificarlas al Comienzo de una Relación

  

 



 

Adultos que se comportan como niños

 

Según el psicólogo estadounidense Abraham Maslow, las personas psicológicamente maduras son aquellas que perciben la realidad de forma adecuada, saben controlar sus emociones, reaccionan correctamente ante la crítica, toman decisiones de forma autónoma y se esfuerzan activamente por mejorar su vida. Estas personas no padecen de pereza, persiguen sus metas con determinación, no sienten celos infundados, no exigen atención constante ni compasión por sí mismas, asumen la responsabilidad de sus errores y son capaces de perdonar los ajenos.

 

Desafortunadamente, en la actualidad muchas personas, incluso después de los 20 años, actúan de manera poco adulta. Esto se debe, en gran medida, a una crianza inadecuada. La mayoría de los padres trabajan largas jornadas y creen que el bienestar económico familiar es lo más importante. Compran a sus hijos juguetes, ropa y dulces a diario, pero no encuentran tiempo para enseñarles autonomía y responsabilidad. Como resultado, la madurez psicológica de estos niños deja mucho que desear.

 

En el jardín de infancia, el niño no quiere ir; en la escuela, rinde mal, se salta clases y no hace sus tareas. Ya en la edad adulta, estas personas siguen actuando de forma irresponsable: no logran establecerse en un empleo o lo cambian constantemente, tienen conflictos con sus compañeros de trabajo, forman una familia y esperan que su pareja cumpla sus deseos tal como lo hacían mamá o papá.

 

Por ejemplo, una mujer de 30 años puede pensar que otros deben hacerlo todo por ella: ganar dinero, comprar alimentos, pasear al niño, resolver problemas con el colegio o el jardín, pagar el alquiler, cuidar su coche y trabajar en la casa de campo. Ese rol debe asumirlo el marido, mientras que los abuelos están obligados a cuidar de sus nietos. Ella ya no puede salir del personaje de la niña caprichosa y desea llevar una vida despreocupada como en la infancia, aunque ya esté demasiado mayor para ello.

 

En otras familias, es el marido quien adopta el rol del niño: no trabaja, pasa todo el día en el sofá o jugando videojuegos. Debería preocuparse por mejorar la situación económica del hogar, ahorrar para un coche o una vivienda, pero ninguno de estos asuntos le interesa. Él no es marido, ni padre, ni profesional, ni siquiera un buen hijo. Su esposa se ve obligada a convertirse en su “mamá”: lo convence con dificultad de que trabaje y trata de complacerlo en todo para que, al menos, gane dinero para mantenerse. Pero él regresa del trabajo insatisfecho, se queja de las malas condiciones y vuelve a renunciar. La mujer ya no sabe cómo lograr que este “niño caprichoso” al menos trabaje.

 

Estos patrones no se limitan al ámbito familiar. En el entorno laboral, son igual de dañinos. Un jefe psicológicamente inmaduro puede exigir lealtad absoluta como si fuera un padre autoritario, tomar decisiones impulsivas que afectan a todo el equipo y culpar a sus subordinados por errores que él mismo provocó. Un colega inmaduro, por su parte, puede sabotear proyectos por celos profesionales, evadir responsabilidades o usar el chisme como arma para ganar atención. En ambos casos, el clima laboral se vuelve tóxico, la productividad cae y los empleados emocionalmente sanos terminan agotados o renunciando. Las personas psicológicamente inmaduras son egoístas y prefieren vivir a costa de los demás. Incluso si tienen empleo, ingresos e hijos, buscan constantemente la forma de aprovecharse del trabajo ajeno y no quieren destinar sus propios ingresos a las necesidades familiares.

 

El paso fundamental hacia la madurez psicológica es el trabajo personal y la comprensión de que cada individuo es autónomo y que nadie le debe nada a nadie. También es crucial aprender a construir relaciones sanas: no sólo esperar amor, sino también darlo. Los seres queridos también tienen sueños y planes que merecen respeto y consideración. Es necesario identificar los problemas que dificultan la convivencia y esforzarse por resolverlos. Sólo entonces, cuando se logre un equilibrio entre “dar” y “recibir”, cesarán las peleas y acusaciones en el hogar y, por extensión, los conflictos innecesarios en la oficina.

 

Todos en la vida nos encontramos con personas que a pesar de tener hijos propios, se comportan como niños pequeños. Algunos ríen a carcajadas con las payasadas de personajes animados, otros disfrutan de juegos infantiles, y otros más hacen bromas tontas y se comportan de forma infantil. No hay nada malo en estas expresiones de espontaneidad infantil; a todos nos falta un poco de esa curiosidad y capacidad de alegrarnos con lo simple.

 

Lo problemático es cuando la inmadurez psicológica se manifiesta en la dependencia emocional y económica de los demás, y en la incapacidad para establecer relaciones equilibradas tanto en casa como en el trabajo. Convivir con una pareja que actúa como un niño es extremadamente difícil, pero trabajar bajo un jefe inmaduro o con un colega que nunca asume sus errores puede ser igual de agotador. Sus compañeros compasivos primero esperan que el “niño caprichoso” madure, pero eso rara vez sucede, y terminan asumiendo sus tareas para evitar el colapso del proyecto. Cuanto mayor es la edad, más temor hay de abandonar a alguien por quien uno ha cuidado durante años… o de denunciar públicamente a un superior disfuncional por miedo a represalias.

 

Todos queremos ser felices, pero las personas psicológicamente inmaduras privan de esa posibilidad tanto a sí mismas como a quienes las rodean. No son capaces de disfrutar lo que ya poseen, analizar su propia vida ni trazar planes ambiciosos para el futuro. Necesitan aprender al menos en su mente a ponerse en el lugar de quienes, según ellos, “deberían hacerlo todo”. Deberían tratar a los demás tal como les gustaría ser tratados a ellos, ya sea en casa o en la oficina.

 

La inmadurez psicológica comienza a desarrollarse desde la primera infancia y se consolida alrededor de los 12 años. Esto implica que ya en los primeros años escolares el niño debe empezar a actuar de forma autónoma, y para ello necesita sentir la confianza plena de sus padres. Enséñele a lavar su propio plato, a ordenar su habitación, a hacer compras, a cuidar de una mascota y a preparar sus tareas diariamente. Si, en cambio, la actitud de los padres hacia su hijo puede resumirse en una frase como: “¡No me molestes, estoy cansado, déjame descansar!”, no debe sorprendernos que, en la edad adulta, ese niño intente manipular a los demás mediante engaños, mentiras e intriga ya sea en su matrimonio… o en su equipo de trabajo.

 

 

¿Se puede detectar la inmadurez psicológica desde el primer contacto?

 

¿Te imaginas lo útil que sería poder percibir, con sólo una mirada rápida, no sólo la edad cronológica de una persona, sino también su madurez psicológica? Ver a alguien de 35 años y saber que, mentalmente, sigue teniendo 13... ¡Cuánto nos facilitaría la vida! Nuestro mundo sería más predecible, nuestras relaciones más estables —y nuestros entornos laborales, mucho más funcionales. Aunque no contamos con un “detector de madurez”, sí existen señales de alerta llamados en inglés red flags que pueden identificarse ya en las primeras etapas de la comunicación, e incluso desde el primer encuentro, siempre que sepamos en qué fijarnos.

 

Es importante destacar que no necesitas ser psicólogo para darte cuenta de que alguien es psicológicamente inmaduro. De hecho, en nuestra sociedad exigimos años de formación y exámenes rigurosos para ser tornero, químico o conductor de automóviles, pero… ¿quién nos enseña a ser adultos emocionalmente maduros? Nadie. Y sin embargo, una persona inmadura representa un riesgo mucho mayor para sí misma y para los demás que un conductor sin licencia.

 

Imagina que, al cumplir los 25 años que es la edad en la que el cerebro alcanza su madurez estructural, todas las personas pasaran por una evaluación psicológica estatal que determinara su nivel de madurez emocional. Tras el diagnóstico, recibirían recomendaciones personalizadas: “Aquí tienes áreas de riesgo; te sugerimos leer estos libros o asistir a terapia”. Al final, obtendrían un certificado de “madurez psicológica” que podrían mostrar, por ejemplo, en una cita romántica… o al postularse para un puesto de liderazgo: “Mira, fui evaluado y soy emocionalmente estable. Mis riesgos en una relación o en un equipo de trabajo son menores que los de otros”.

 

Por supuesto, esto no sucede en ninguna parte del mundo. Por eso, terminamos involucrados en situaciones absurdas y dolorosas, no porque la otra persona sea mala o malintencionada, sino simplemente porque es psicológicamente inmadura ya sea como pareja, como jefe o como colega. La buena noticia es que sus rasgos se pueden identificar muy temprano. A continuación, te presento ocho señales claras de inmadurez psicológica, observables incluso en las primeras interacciones incluyendo ejemplos del día a día laboral.

 

1. Necesidad constante de aprobación externa

 

Durante la infancia, el niño aprende qué sus comportamientos son aceptables a través de la aprobación o rechazo de sus padres. En la adolescencia, ese rol lo asumen los pares o amigos de colegio. Pero en la edad adulta sana, la persona internaliza su propio sistema de valores, así su autoevaluación pasa a ser más importante que la opinión ajena.

 

Quien no logra este paso sigue midiendo cada una de sus acciones según la aprobación de otros: del jefe, del cónyuge, de los amigos. “No renunciaré a mi trabajo porque a Tamara Jiménez no le gustaría. Ella me alabaría si me quedo… así que me quedo”. En lugar de actuar en función de sus propios intereses, delega en otros la autoridad para definir si es “buena” o “mala”.

 

En el ámbito laboral, esto se traduce en empleados que nunca cuestionan decisiones irracionales de su jefe por miedo a perder su “afección”, o que evitan proponer ideas innovadoras porque temen que no les aplaudan. Algunos incluso se convierten en “halcones” del jefe: repiten sus frases, defienden sus errores y esparcen su agenda, no por convicción, sino por el anhelo desesperado de sentirse “el favorito”. Este comportamiento no sólo limita su crecimiento profesional, sino que alimenta dinámicas tóxicas en el equipo. Esta dependencia emocional impide la toma de decisiones autónomas y es un claro indicador de inmadurez psicológica.

 

2. Impulsividad y falta de control emocional

 

La persona inmadura reacciona como un niño: ante una frustración mínima —como que alguien le corte el paso en la carretera— estalla en gritos, insultos o agresión. No evalúa riesgos, no considera las consecuencias. Su reacción emocional es inmediata y desproporcionada.

 

En el trabajo, esto se manifiesta de forma alarmante. Un jefe inmaduro puede convocar una reunión de emergencia a las 8 de la noche sólo porque un cliente le escribió un correo con un tono que no le gustó. Un colega puede arrojar su laptop al suelo tras recibir feedback constructivo. Otros responden a correos con acusaciones agresivas o humillan a subordinados delante de todo el equipo por un error menor. Estas reacciones no sólo dañan la reputación profesional, sino que generan un clima de miedo que paraliza la creatividad y la colaboración. Este patrón revela una incapacidad para regular las emociones y anticipar los efectos de sus actos.

 

3. Incapacidad para prever las consecuencias de sus acciones

 

Una persona madura entiende que sus decisiones tienen implicaciones a corto y largo plazo. La inmadura, no. Piensa en la joven europea que acepta la invitación de subir a la habitación de un hotel de un desconocido en Dubái porque le promete que “todo será genial y divertido”, sin ella aparentemente considerar los riesgos evidentes. O en la familia que invierte su única vivienda en una pirámide financiera dejando a tres niños en la calle. O en quien pesa 120 kg cuando su peso saludable es 60, y aún espera que “algún milagro” la salve sin tener que cambiar sus hábitos alimenticios.

 

En lo laboral, esto se traduce en líderes que lanzan campañas publicitarias sin validar estrategias con el equipo legal, asumiendo que “todo saldrá bien”. O en empleados que firman acuerdos con proveedores sin consultar al departamento financiero, confiando ciegamente en que “el cliente es serio”. También está el ejemplo del gerente que despide a un talento clave por un malentendido momentáneo, sin prever el impacto en los plazos del proyecto ni en la moral del equipo.

 

Estas personas viven en una especie de optimismo mágico: creen que los problemas desaparecerán solos o que alguien externo vendrá a solucionarlos. Sólo actúan cuando la crisis es ya irreversible.

 

4. Pensamiento dicotómico (blanco o negro)

 

Los niños pequeños clasifican al mundo en “buenos” y “malos”. Esto es normal a los 5 años. Pero en un adulto, es una señal de alarma. Quien ve todo en términos absolutos, por ejemplo, “esto es 100 % malo”, o “esa persona es pura maldad”, no comprende la complejidad humana. La realidad, en cambio, está llena de matices. Quizás sólo un 0,5 % de las cosas son totalmente buenas, y otro 0,5 % totalmente malas. El 99 % restante vive en la “zona gris”.

 

En el entorno profesional, esto se ve en colegas que califican a un compañero como “inútil” porque cometió un error, ignorando sus logros previos. O en jefes que exigen lealtad ciega: “O estás conmigo, o estás contra mí”. Estas personas no toleran la ambigüedad, lo que las hace malas para la negociación, la resolución de conflictos y la toma de decisiones estratégicas. Las personas maduras toman decisiones en esa zona gris: eligen entre opciones imperfectas, sabiendo que toda elección implica pérdidas y ganancias. La inmadurez, en cambio, exige certezas absolutas que no existen en la vida adulta.

 

5. Incapacidad para ponerse en el lugar del otro

 

Entre los 2 y 4 años, los niños atraviesan una etapa de egocentrismo: creen que el sol sale porque ellos se despertaron. Con el tiempo, aprenden que no son el centro del universo. Quien no supera esta fase adulta carece de empatía. Interpreta todo desde su perspectiva, sin considerar las intenciones, circunstancias o emociones ajenas. Esto lo hace extremadamente susceptible y resentido: si alguien no le da lo que quiere, se ofende profundamente, sin preguntarse por qué.

 

En el trabajo, esto se traduce en colegas que se quejan de que “nadie los ayuda”, cuando en realidad nunca piden apoyo de forma clara. O en jefes que programan reuniones los viernes a las 6 p.m. sin considerar que sus empleados tienen vidas fuera de la oficina. También están quienes se toman críticas como ataques personales, respondiendo con pasividad-agresividad o bloqueos emocionales. Esta incapacidad para la empatía genera relaciones conflictivas y una constante sensación de victimización tanto en la casa, como en la oficina.

 

6. Incapacidad para comunicarse con mensajes directos

 

En lugar de expresar sus necesidades con claridad (“Me siento sólo desde que te mudaste”), la persona inmadura recurre al Drama Triangle (triángulo dramático): oscila entre los roles de Víctima (“Nadie me hace caso, soy inútil”), Perseguidor (“¡Después de todo lo que hice por ti!”) y Salvador (“¿Quieres que te cuide a los niños? ¿Te cocino, te lavo, te sirvo?”).

 

En lo laboral, esto se manifiesta en frases como: “Claro, yo haré el informe… aunque ya nadie cuenta conmigo” (víctima), seguida de un correo grupal que dice: “Como siempre, soy el único que trabaja aquí” (perseguidor), y luego: “Pero no te preocupes, yo te ayudo con tu presentación, porque sé que no puedes sólo” (salvador).

 

Este patrón es común en jefes que no saben dar instrucciones claras y prefieren manipular emocionalmente para obtener lealtad. También en colegas que usan el silencio, suspiros o correos ambiguos para evitar confrontaciones directas. El resultado: malentendidos, resentimientos acumulados y proyectos que se hunden por falta de comunicación honesta. La comunicación directa, honesta y respetuosa es un sello de la madurez psicológica.

 

7. Negativa a asumir responsabilidad

 

Este es uno de los indicadores más claros, especialmente en el ámbito amoroso. Si alguien describe todas sus relaciones pasadas como un desastre causado exclusivamente por los demás (“Mi ex era un idiota”, “Mi pareja era una traidora”, “Yo soy la única persona honrada”), huye de él o ella. Corre lo más lejos que pueda.

 

En el trabajo, es aún más peligroso. El jefe inmaduro culpa a “los mercados”, a “los malos tiempos” o a “ese empleado irresponsable” cuando el proyecto fracasa, aunque él haya ignorado advertencias técnicas. El colega dice: “Si el informe salió mal, es porque nadie me dio los datos a tiempo”, aunque nunca los solicitó formalmente.

 

La persona madura reconoce su participación en los conflictos. Sabe que toda relación —y todo equipo— es un sistema, y que ambos aportan dinámicas positivas y negativas. Quien se presenta como víctima eterna y nunca asume su parte, no está preparado para una relación adulta… ni para un rol de liderazgo.

 

8. Creencia en un mundo justo

 

Los niños creen en la justicia porque sus padres la imponen: si alguien les quita un juguete, la mamá lo devuelve. Pero el mundo real no funciona así. La persona inmadura se aferra a la ilusión de que “lo bueno siempre triunfa” y “los malos reciben su merecido”. Esto la lleva a buscar explicaciones absurdas, incluso místicas, ante el sufrimiento: “Ese niño enfermó porque en su vida pasada hizo algo malo”.

 

En el ámbito laboral, esto se traduce en frases como: “Si trabajas duro, siempre te promueven” ignorando que el nepotismo, política interna y suerte también juegan un papel. O en la frustración extrema cuando un colega menos competente recibe un ascenso: “¡Eso no es justo!”. Esta mentalidad impide aprender de la realidad, adaptarse y desarrollar estrategias efectivas.

 

La madurez implica aceptar que el mundo es profundamente injusto: los crímenes a menudo quedan impunes, los corruptos prosperan, y los inocentes sufren. Sólo al aceptar esta verdad podemos actuar con lucidez, compasión y realismo —y, sobre todo, sin caer en la parálisis moral cuando las cosas no salen como “deberían”.

 

 

Recomendaciones prácticas

 

Si ya estás en una relación con alguien inmaduro o trabajas con él

 

Si la persona tiene más de 25 años, ten en cuenta que la probabilidad de que madure gracias a ti tiende a cero. Hasta esa edad, el cerebro, especialmente la corteza orbito frontal, responsable del juicio y la autorregulación, sigue desarrollándose. Después, el potencial de cambio espontáneo disminuye drásticamente.

 

Peor aún, quien es psicológicamente inmaduro no sabe que lo es. Por eso no busca terapia, no reflexiona sobre sus errores y no cambia. Esperar que “crezca contigo” o que, como jefe, de repente se vuelva empático y justo, es ingenuo. En el entorno laboral, esto significa que no deberías asumir la tarea de “educar emocionalmente” a tu superior o colega. Establece límites claros, documenta todo y protege tu bienestar mental. Si es posible, busca un equipo o una organización con una cultura emocionalmente más sana.

 

Si tú reconoces en ti algunos de estos rasgos

 

No te desanimes. La madurez psicológica se puede cultivar, incluso sin terapia. El método más eficaz y más antiguo es modelar el comportamiento de alguien que ya lo ha logrado.

 

Observa a personas en tu entorno que puedan ser colegas, mentores, amigos etc., que demuestren equilibrio emocional, responsabilidad, empatía y claridad comunicativa. Estudia cómo hablan, cómo toman decisiones, cómo manejan los conflictos. Imitar no es copiar servilmente, sino aprender estrategias sanas para relacionarte con el mundo tanto en tu vida personal como profesional.

 

 

Conclusión

 

La madurez psicológica no es un destino, sino un proceso continuo. Nadie nace maduro, y todos podemos caer en patrones inmaduros bajo estrés. Pero reconocerlos es el primer paso para trascenderlos. Vivir con alguien que no ha completado su desarrollo emocional es agotador, frustrante y, a menudo, destructivo. Trabajar con un jefe o colega así puede ser igual de perjudicial. Pero antes de juzgar, pregúntate: ¿quizás también yo estoy esperando que alguien más solucione mis problemas? ¿Estoy actuando desde la responsabilidad… o desde el capricho?

 

En última instancia, la verdadera madurez consiste en dejar de esperar que el mundo te trate como a un niño… y empezar a actuar como un adulto que construye, con sus propias manos, una vida y un entorno laboral digno, consciente y amoroso.

 

 

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© Nikolai Barkov, 2025

 


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